En noviembre se cumplió el aniversario de los grandes acontecimientos de 1989: “el más importante año en la historia mundial desde 1945”, como el historiador británico Timothy Garton Ash lo describió.
Este año “todo cambió”, escribe Garton Ash. Las reformas en Rusia de Mikhail Gorbachov y su “renuncia impresionante del uso de la violencia” condujeron a la caída del muro de Berlín el 9 de noviembre y a la liberación de la Europa del Este de la tiranía rusa.
Los elogios son merecidos, los sucesos son memorables. Pero perspectivas alternativas pueden ser reveladoras.
La canciller alemana Angela Merkel proporcionó tal perspectiva — no intencionadamente — cuando nos instó a todos a “usar el inestimable don de la libertad para acabar con los muros de nuestro tiempo”.
Una forma de seguir su buen consejo sería desmantelar el muro enorme, que empequeñece en escala y longitud el de Berlín, que ahora serpentea en territorio palestino violando la ley internacional.
El “muro de anexión”, como debería ser llamado, está supuestamente justificado en términos de “seguridad”, la racionalización por defecto para tantas acciones de estado. Si la seguridad fuese la cuestión, el muro habría sido construido a lo largo de la frontera y hecho inexpugnable.
El propósito de esta monstruosidad, construida con el apoyo de EEUU y la complicidad de Europa, es permitir a Israel apropiarse de valiosa tierra palestina y de los principales recursos acuíferos de la región, impidiendo así cualquier existencia nacional viable para la población indígena de la antigua Palestina.
Otra perspectiva sobre 1989 proviene de Thomas Carothers, un erudito que sirvió en los programas de “fortalecimiento de la democracia” en la administración del expresidente Ronald Reagan.
Después de revisar el expediente, Carothers concluye que todos los líderes de EEUU han sido “esquizofrénicos”: apoyan a la democracia si se ajusta a los objetivos económicos y estratégicos de EEUU, como es el caso de los países satélite soviéticos, pero no de los estados que son clientes de EEUU.
Esta perspectiva está confirmada dramáticamente por la reciente conmemoración de los acontecimientos de noviembre de 1989. La caída del muro de Berlín fue celebrada con razón, pero hubo poquísima atención a lo que sucedió una semana después: el 16 de noviembre, en El Salvador, aconteció el asesinato de seis líderes intelectuales de América Latina, sacerdotes jesuitas, junto con su cocinera y su hija, por el batallón de elite Atlacatl, armado por EEUU, que acababa de renovar la formación en la Escuela de Guerra Especial JFK en Fort Bragg, Carolina del Norte.
El batallón y sus esbirros habían ya acumulado antecedentes sangrientos en El Salvador a lo largo de la truculenta década que empezó en 1980 con el asesinato, a manos de muchos de los mismos implicados [de 1989], del arzobispo Oscar Romero, conocido como “la voz de los sin voz”.
Durante la década de la “guerra contra el terrorismo” declarada por la administración Reagan, el horror fue similar en toda América Central. El reino de la tortura, del asesinato y de la destrucción en la región dejó cientos de miles de muertos.
El contraste entre la liberación de los países satélite soviéticos y el aplastamiento de la esperanza en los estados cliente de EEUU es llamativo e instructivo, incluso más cuando disponemos de mayor perspectiva.
El asesinato de los intelectuales jesuitas puso fin virtualmente a la “teología de la liberación”, el renacimiento del cristianismo cuyas modernas raíces se encuentran en las iniciativas del Papa Juan XXIII y del Concilio Vaticano II que abrió en 1962.
El Concilio Vaticano II “marcó el comienzo de una nueva era en la historia de la Iglesia Católica”, escribió el teólogo Hans Kung. Los obispos latinoamericanos adoptaron “la opción preferente por los pobres”.
Así, los obispos renovaron el pacifismo radical de los Evangelios que había sido silenciado cuando el emperador Constantino estableció el cristianismo como religión del Imperio Romano: “una revolución” que en menos de un siglo convirtió a “la iglesia perseguida” en una “iglesia perseguidora”, según Kung.
En el renacimiento post Vaticano II, los sacerdotes, monjas y laicos de América Latina llevaron el mensaje de los evangelios a los pobres y perseguidos, reuniéndolos en comunidades, y los alentaron a tomar su destino en sus propias manos.
La reacción a esta herejía fue una represión violenta. En el avance del terror y la carnicería, los practicantes de la teología de la liberación fueron un objetivo prioritario.
Entre ellos estaban los seis mártires de la iglesia cuya ejecución hace 20 años es ahora conmemorada con un silencio rotundo apenas roto.
El pasado mes en Berlín, los tres presidentes más implicados en la caída del muro — George H. W. Bush, Mikhail Gorbachov y Helmut Kohl — discutieron quién merecía más reconocimiento.
“Sé ahora cómo el cielo nos ayudó”, dijo Kohl. George H. W. Bush elogió al pueblo de Alemania del Este que “fue privado por demasiado tiempo de sus derechos concedidos por Dios”. Gorbachov sugirió que los Estados Unidos necesitan su propia perestroika.
No existe ninguna duda acerca de la responsabilidad de arrasar el intento de revivir la iglesia de los evangelios en América Latina durante la década de los 80.
La Escuela de las Américas (ya rebautizada como el Instituto del Hemisferio Occidental de Cooperación para la Seguridad) en el Fuerte Benning, Georgia, que entrena a los oficiales de América Latina, anuncia orgullosamente que el ejército de EEUU ayudó a “derrotar la teología de la liberación”, asistido sin duda por el Vaticano, mediante el guante blanco de la expulsión y la represión.
La campaña lúgubre para invertir la herejía puesta en marcha por el Concilio Vaticano II recibió una incomparable expresión literaria en la parábola del Gran Inquisidor de Dostoievsky de Los hermanos Karamazov.
En este relato, ambientado en Sevilla en “el momento más terrible de la Inquisición”, Jesucristo aparece de repente en las calles, “suavemente, desapercibido, y sin embargo, por extraño que parezca, todos lo reconocieron” y fueron “irresistiblemente atraídos hacia él”.
El Gran Inquisidor “hizo que los guardias lo prendieran y lo llevaran” a la prisión. Allí se acusa a Cristo de venir a “obstaculizarnos” en la gran tarea de destruir las ideas subversivas de libertad y comunidad. Nosotros no te seguimos, el Inquisidor regaña a Jesús; seguimos a Roma y “la espada de Cesar”. Buscamos ser los únicos gobernantes de la tierra para poder enseñar a las multitudes “débiles y viles” que “solamente serán libres cuando renuncien a su libertad por nosotros y se nos sometan”. Entonces serán tímidos y asustadizos y felices. Así que mañana, dice el Inquisidor, “debo quemarte”.
Finalmente, sin embargo, el Inquisidor cede y lo libera “en las callejuelas oscuras de la ciudad”.
Los discípulos de la Escuela de las Américas regida por EEUU no ejercieron tal misericordia.