Los memorandos sobre tortura revelados por la Casa Blanca suscitaron asombro, indignación y sorpresa. El asombro y la indignación eran entendibles; la sorpresa, no tanto. Por principio de cuentas, aun sin investigación, era razonable suponer que Guantánamo era una cámara de tortura. ¿Para qué, si no, enviar prisioneros a un lugar donde estarían fuera del alcance de la ley; un lugar, por cierto, que Washington utiliza en violación de un tratado impuesto a Cuba a punta de pistola? Desde luego, se adujeron razones de seguridad, pero sigue siendo difícil tomarlas en serio. Las mismas sombrías expectativas se tuvieron acerca de los “sitios negros”, prisiones secretas del gobierno de Bush, y por la “rendición extraordinaria”, o captura extrajudicial de sospechosos en otros países, y se cumplieron.
Más importante es que la tortura ha sido práctica de rutina desde los primeros días de la conquista del territorio nacional, y continuó empleándose a medida que las aventuras imperiales del “imperio infante” — como George Washington llamaba a la nueva república — se extendieron a Filipinas, Haití y demás lugares. Tengamos en mente también que la tortura fue el menor de muchos crímenes de agresión, terror, subversión y estrangulamiento económico que han oscurecido la historia estadunidense, como ocurre también con otras grandes potencias.
En consecuencia, lo sorprendente es ver las reacciones a la revelación de esos memorandos del Departamento de Justicia, incluso las de algunos de los críticos más francos y elocuentes del mal gobierno de Bush: Paul Krugman, por ejemplo, quien escribió que solíamos ser “una nación de ideales morales” y que nunca antes de Bush “habían nuestros líderes traicionado en forma tan absoluta todo lo que esta nación ha postulado”. Por decir lo menos, esta visión común refleja una versión bastante sesgada de la historia estadunidense.
De cuando en cuando se ha abordado en forma directa el conflicto entre “lo que postulamos” y “lo que hacemos”. Un distinguido académico que emprendió esa tarea fue Hans Morgenthau, fundador de la teoría de las relaciones internacionales realistas. En un estudio clásico, publicado en 1964 a la luz de Camelot, Morgenthau desarrollaba la visión convencional de que Estados Unidos tiene un “propósito trascendental”: instaurar la paz y la libertad en su territorio y de hecho en todas partes, puesto que “la arena dentro de la cual Estados Unidos debe defender y promover su propósito ha alcanzado dimensiones mundiales”. Pero, como académico escrupuloso, también reconoció que el registro histórico era radicalmente inconsistente con ese “propósito trascendental”.
No debemos dejarnos confundir por esa discrepancia, aconsejaba Morgenthau; no debemos “confundir el abuso de la realidad con la realidad misma”. La realidad es el “propósito nacional” incumplido, como se revela en “la evidencia de la historia según la refleja nuestra mente”. Lo que ocurría en los hechos no era más que “el abuso de la realidad”.
La revelación de los memorandos sobre tortura condujo a otros a reconocer el problema. En el New York Times, el columnista Roger Cohen reseñó un nuevo libro, The Myth of American Exceptionalism, del periodista británico Geoffrey Hodgson, quien concluye que Estados Unidos no es más que una “nación grande, pero imperfecta, entre otras”. Cohen concede que la evidencia apoya la opinión de Hodgson, pero de todos modos le parece que yerra al no entender que “Estados Unidos nació como una idea, y por eso tiene que llevarla adelante”. La idea de Estados Unidos se revela en el nacimiento de la nación como “ciudad en una colina”, noción “inspiradora” que reside “muy en el fondo de la sique estadunidense”, así como en el “distintivo espíritu individualista y emprendedor de los estadunidenses”, que se demuestra en la expansión hacia el oeste. El error de Hodgson, según eso, es apegarse a “las distorsiones de la idea estadunidense”, al “abuso de la realidad”.
Volvamos la atención hacia la “realidad en sí”: hacia la “idea” de Estados Unidos desde sus primeros días.
“Vengan a ayudarnos”
La frase inspiradora “una ciudad en una colina” fue acuñada en 1630 por John Winthrop, quien la tomó de los evangelios para esbozar el futuro glorioso de una nación “ordenada por Dios”. Un año antes la colonia de la Bahía de Massachusetts creó su Gran Sello, el cual mostraba un indígena de cuya boca salía un pergamino, en que se leían las palabras “Vengan a ayudarnos”. Así, los colonialistas británicos se representaban como humanistas benévolos que respondían a las súplicas de los miserables nativos para rescatarlos de su amargo destino pagano.
De hecho, el Gran Sello es la representación gráfica de “la idea de Estados Unidos” desde su nacimiento. Debe ser exhumada desde las profundidades de la sique y desplegada en los muros de todos los salones de clase. Debió aparecer sin duda en el fondo de toda la pleitesía estilo Kim Il-Sung que se le rendía a ese salvaje asesino y torturador llamado Ronald Reagan, quien alegremente se describía como el líder de una “reluciente ciudad en la colina” mientras orquestaba algunos de los crímenes más espantosos de sus años en el cargo, notoriamente en Centroamérica, pero también en otros lugares.
El Gran Sello fue una proclamación temprana de la “intervención humanitaria”, para usar una frase en boga. Como ha ocurrido comúnmente desde entonces, la “intervención humanitaria” condujo a una catástrofe para los supuestos beneficiarios. El primer secretario de Guerra, el general Henry Knox, describió “la absoluta extirpación de todos los indios en las partes más populosas de la unión” por medios “más destructivos para los nativos indígenas que la conducta de los conquistadores de México y Perú”.
Mucho después de que sus propias significativas aportaciones al proceso quedaran en el pasado, John Quincy Adams deploró el destino de “esa infortunada raza de americanos nativos, a quienes exterminamos con tanta crueldad pérfida y despiadada … entre los atroces pecados de esta nación, por los cuales creo que Dios algún día la llevará a juicio”. Esa “crueldad pérfida y despiadada” continuó hasta que “se conquistó el oeste”. En vez del juicio de Dios, los atroces pecados sólo han traído hoy elogios por la culminación de la “idea” estadunidense.
La conquista y colonización del oeste mostraron sin duda ese “espíritu individualista y emprendedor” tan elogiado por Roger Cohen. Así ocurre por lo regular con las empresas de colonización, la forma más cruel del imperialismo. Los resultados fueron ensalzados por el respetado e influyente senador Henry Cabot Lodge en 1898. Al convocar a la intervención en Cuba, Lodge elogió nuestro historial “de conquista, colonización y expansión territorial, inigualado por ningún pueblo en el siglo XIX”, y llamó a “no detenerlo ahora”, cuando los cubanos también suplicaban, según las palabras del Gran Sello, “vengan a ayudarnos”.
Su ruego fue atendido. Estados Unidos envió tropas, con lo cual impidió que Cuba se liberara de España y la convirtió en una colonia virtual, como continuó siéndolo hasta 1959.
La “idea estadunidense” fue ilustrada tiempo después por la notable campaña emprendida por el gobierno de Dwight D. Einsenhower para devolver a Cuba al lugar apropiado, luego que Fidel Castro entró en La Habana en enero de 1959 y liberó por fin a la isla del dominio extranjero, con enorme apoyo popular, como Washington reconoció a regañadientes. Lo que siguió fue: una guerra económica, con la mira claramente delineada de castigar al pueblo cubano para que derrocara al desobediente gobierno de Castro; una invasión; la dedicación de los hermanos Kennedy a llevar a Cuba “los terrores de la Tierra” (frase del historiador Arthur Schlesinger en su biografía de Robert Kennedy, quien tenía esa tarea entre sus máximas prioridades), y otros crímenes que continúan hasta el presente, en desafío a una opinión mundial prácticamente unánime.
Por lo regular los orígenes del imperialismo estadunidense se hacen remontar a la invasión de Cuba, Puerto Rico y Hawai en 1898. Pero eso es sucumbir a lo que el historiador del imperialismo Bernard Porter llama “la falacia del agua salada”, la idea de que la conquista sólo se vuelve imperialista cuando cruza agua de mar. Es decir, si el Misisipi hubiera semejado al mar de Irlanda, la expansión hacia el oeste habría sido imperialismo. De George Washington a Henry Cabot Lodge, los que participaron en la empresa tuvieron una visión más clara de lo que hacían.
Luego del éxito de la intervención humanitaria en Cuba, en 1898, el siguiente paso en la misión asignada por la Providencia fue conferir “las bendiciones de la libertad y la civilización a todos los pueblos rescatados” de Filipinas (en palabras de la plataforma del Partido Republicano de Lodge) … por lo menos a los que sobrevivieron a las matanzas y al uso extendido de la tortura y demás atrocidades que las acompañaron. Esas almas afortunadas fueron dejadas a la merced del gobierno filipino de paz instaurado por Estados Unidos dentro de un modelo recién ideado de dominio colonial, que se apoyaba en fuerzas de seguridad adiestradas y equipadas para aplicar avanzados métodos de vigilancia, intimidación y violencia. Modelos similares se adoptarían en muchas otras zonas donde Estados Unidos impuso brutales guardias nacionales y otras fuerzas a su servicio.
Paradigma de apremios
En los 60 años pasados, las víctimas en todo el mundo han soportado el “paradigma de tortura” de la CIA, desarrollado a un costo que llegó a mil millones de dólares anuales, según documenta el historiador Alfred McCoy en su libro A Question of Torture. Allí muestra cómo los métodos de tortura desarrollados por la CIA a partir de la década de 1950 aparecen, con pocas variantes, en las fotografías infames de la prisión de Abu Ghraib, en Irak. No hay hipérbole en el título del penetrante estudio de Jennifer Harbury sobre el historial de tortura estadunidense: Truth, Torture, and the American Way. Así pues, es sumamente engañoso, por decir lo menos, que los investigadores del descenso de la banda de Bush a las cloacas del mundo lamenten que “al emprender la guerra contra el terrorismo, Estados Unidos haya extraviado el rumbo”.
No se quiere decir con esto que Bush-Cheney-Rumsfeld et al no hayan incorporado innovaciones importantes. En la práctica normal estadunidense, la tortura se encomendaba a subsidiarios, no la ejecutaban estadunidenses directamente en cámaras de tortura propias, instaladas por su gobierno. En palabras de Allan Nairn, quien ha llevado a cabo algunas de las investigaciones más reveladoras y valerosas sobre el tema: “Lo que la [prohibición de la tortura] de Obama cancela es ese pequeño porcentaje de tortura que hoy realizan estadunidenses, pero conserva el conjunto abrumador de la tortura del sistema, que es llevado a cabo por extranjeros bajo patrocinio estadunidense. Obama podría dejar de apoyar a fuerzas extranjeras que torturan, pero ha elegido no hacerlo”.
Obama no acabó con la práctica de la tortura, observa Nairn, sino “sólo la cambió de lugar”, restaurando la norma estadunidense de indiferencia hacia las víctimas. “Es un retorno al status quo anterior — escribe Nairn — , al régimen de tortura que va de Ford a Clinton, y que año con año produjo más agonía con respaldo estadunidense de la que se produjo durante los años de Bush/Cheney.”
En ocasiones el involucramiento estadunidense en la tortura ha sido aún más indirecto. En un estudio realizado en 1980, el latinoamericanista Lars Schoultz descubrió que la ayuda exterior estadunidense “ha tendido a fluir en forma desproporcionada hacia gobiernos latinoamericanos que torturan a sus ciudadanos … a los mayores violadores de los derechos humanos fundamentales en el hemisferio”. Estudios más amplios de Edward Herman encontraron la misma correlación, y también sugirieron una explicación. No es sorprendente que la ayuda estadunidense tienda a correlacionarse con un clima favorable a los negocios, que por lo común mejora con el asesinato de organizadores de obreros y campesinos y activistas pro derechos humanos y otras acciones semejantes, lo cual produce una segunda correlación entre la ayuda y las monumentales violaciones a los derechos humanos.
Estos estudios se llevaron a cabo antes de los años de Reagan, cuando no valía la pena estudiar el tema porque esas correlaciones eran patentes. No es extraño, pues, que el presidente Obama nos aconseje mirar hacia delante y no hacia atrás, doctrina conveniente para los que blanden los garrotes. Los que son golpeados por ellos tienden a ver el mundo en forma diferente, con gran molestia de nuestra parte. Se puede argumentar que la aplicación del “paradigma de tortura” de la CIA nunca violó la Convención sobre Tortura de 1984, al menos en la forma en que fue interpretada por Washington. McCoy señala que el muy sofisticado paradigma de la CIA se desarrolló a enorme costo en las décadas de 1950 y 1960, con base en la “técnica de tortura más devastadora de la KGB”, que se reservaba para el tormento mental, no físico, el cual se consideraba menos efectivo para convertir a las personas en vegetales manejables. McCoy escribe que el gobierno de Reagan revisó en forma minuciosa la Convención Internacional sobre Tortura “con cuatro detalladas ‘reservas’ diplomáticas enfocadas en una sola palabra de las 26 páginas impresas de la convención: la palabra ‘mental'”. Añade: “Estas reservas diplomáticas de intrincada construcción redefinían la tortura, según la interpretación de Estados Unidos, excluyendo la privación sensorial y el dolor autoinfligido: precisamente las técnicas que la CIA había refinado a un costo tan alto”. Cuando Clinton envió al Congreso la Convención de la ONU para su ratificación, en 1994, incluyó las reservas de Reagan. Por tanto, el presidente y el Congreso excluyeron el núcleo del paradigma de tortura de la CIA de la interpretación estadunidense de la Convención, y esas reservas, observa McCoy, fueron “reproducidas al pie de la letra en la legislación promulgada para dar fuerza de ley a la Convención de la ONU”. ésa es la “mina política de tierra” que “estalló con fuerza tan fenomenal” en el escándalo de Abu Ghraib y en la vergonzosa Ley de Comisiones Militares (que permite crear comités castrenses para juzgar a presuntos enemigos extranjeros/ N de la T), la cual se aprobó en 2006 con apoyo de los dos partidos. Bush, desde luego, fue más allá de sus predecesores al autorizar violaciones flagrantes del derecho internacional, y varias de sus innovaciones extremistas fueron echadas abajo por los tribunales. Mientras Obama, como Bush, expresa con elocuencia nuestro indeclinable respeto al derecho internacional, parece decidido a restaurar sustancialmente las medidas extremistas de Bush.
En el importante caso Boumediene versus Bush, de junio de 2008, la Suprema Corte rechazó la afirmación anticonstitucional del gobierno de Bush de que los prisioneros de Guantánamo no tienen derecho al recurso de habeas corpus. El columnista Glenn Greenwald, de Salon.com, relata lo que pasó después. Buscando “preservar la atribución de secuestrar personas en otras partes del mundo” y encarcelarlas sin el proceso debido, el gobierno de Bush decidió enviarlas a la prisión de la base aérea estadunidense de Bagram, en Afganistán, con lo cual trató al “veredicto del caso Boumediene, fundamentado en nuestras garantías constitucionales más elementales, como si fuera un juego tonto: si llevas a los prisioneros a Guantánamo, tienen derechos constitucionales; si los llevas a Bagram, puedes desaparecerlos para siempre sin proceso judicial”. Obama adoptó la postura de Bush, “al presentar una promoción ante un tribunal federal en la que, en dos oraciones, declaraba que adoptaba la teoría más extremista de Bush sobre el tema”, alegando que los prisioneros llevados a Bagram desde cualquier parte del mundo (en el caso en cuestión, yemenitas y tunecinos capturados en Tailandia y en Emiratos árabes Unidos) “pueden permanecer en prisión por tiempo indefinido sin ningún derecho, siempre y cuando se les mantenga en Bagram y no en Guantánamo”. Sin embargo, en marzo pasado un juez federal designado por Bush “rechazó la postura Bush/Obama y sostuvo que la argumentación del caso Boumediene se aplica punto por punto tanto a Bagram como a Guantánamo”. El gobierno de Obama anunció que impugnaría el fallo, con lo cual su Departamento de Justicia, concluye Greenwald, se colocó “claramente a la derecha de un poder extremadamente conservador y favorable al Ejecutivo — los 43 jueces nombrados por Bush — , en lo tocante a asuntos de poder ejecutivo y detenciones violatorias del proceso debido”, y en violación radical de las promesas de campaña de Obama y sus posturas anteriores.
El caso Rasul versus Rumsfeld parece seguir una trayectoria similar. Los demandantes sostenían que Rumsfeld y otros altos funcionarios fueron responsables de las torturas a las que se les sometió en Guantánamo, adonde se les envió después de ser capturados por el señor de la guerra uzbeko Rashid Dostum. Afirmaban que habían viajado a Afganistán para ofrecer ayuda humanitaria. Dostum, notorio rufián, era el líder de la Alianza del Norte, facción afgana apoyada por Rusia, Irán, India, Turquía y los estados del centro de Asia, y por Estados Unidos cuando atacó Afganistán, en octubre de 2001.
Dostum los entregó a la custodia estadunidense, supuestamente a cambio de una recompensa. El gobierno de Bush intentó que el caso se sobreseyera. En fecha reciente el Departamento de Justicia de Obama presentó una moción en apoyo a la postura del gobierno anterior de que los funcionarios no eran culpables de tortura y otras violaciones al proceso debido, sobre la base de que los tribunales todavía no precisaban los derechos de que gozaban los prisioneros.
También se ha informado que el gobierno de Obama pretende revivir las comisiones militares, una de las violaciones más graves al estado de derecho perpetradas en los años de Bush. Existe una razón, según William Galverson, del New York Times: “Funcionarios que trabajan en el asunto de Guantánamo dicen que los abogados del gobierno están preocupados de que vayan a enfrentar obstáculos significativos para enjuiciar a algunos sospechosos de terrorismo en tribunales federales. Los jueces podrían poner dificultades para procesar a detenidos que fueron sometidos a tratamiento brutal, o impedir que los fiscales utilicen testimonios de oídas recabados por agencias de inteligencia”. Al parecer, lo consideran una grave falla del sistema de justicia penal.
Creación de terroristas
Aún se debate mucho si la tortura ha sido eficaz para obtener información; la premisa, al parecer, es que si es eficaz, entonces está justificada. Según el mismo argumento, cuando Nicaragua capturó al piloto estadunidense Eugene Hasenfuss, en 1986, luego de derribar su avión, en el que llevaba ayuda para las fuerzas de la contra, respaldadas por Washington, no debió ser juzgado y, una vez hallado culpable, devuelto a Estados Unidos, como hizo Nicaragua. Se debió haber aplicado el paradigma de tortura de la CIA para tratar de extraer información acerca de otras atrocidades terroristas que se planeaban en Washington, lo que no era asunto menor para un país minúsculo y empobrecido, sujeto a un ataque terrorista de la superpotencia global.
Conforme a las mismas normas, si los nicaragüenses hubieran podido capturar al principal coordinador terrorista, John Negroponte, entonces embajador en Honduras (más tarde nombrado primer director de Inteligencia Nacional, en esencia un zar del contraterrorismo, sin que se oyera un solo murmullo), debieron haber hecho lo mismo. Cuba habría estado justificada en actuar en forma similar si el gobierno de Castro hubiera logrado echar el guante a los hermanos Kennedy. No hay necesidad de mencionar lo que sus víctimas habrían hecho a Henry Kissinger, Ronald Reagan y otros destacados comandantes terroristas, cuyos logros dejan en vergüenza a Al Qaeda, y quienes sin duda poseían amplia información que habría evitado nuevos ataques de “bombas de tiempo”.
Tales consideraciones nunca parecen aflorar en la discusión pública. Existe, desde luego, una respuesta: nuestro terrorismo, aunque sin duda es terrorismo, es benigno, puesto que deriva de la ciudad en la colina. Tal vez la culpabilidad sería mayor, según las normas morales prevalecientes, si se descubriera que la tortura del gobierno de Bush costó vidas estadunidenses. ésa es, de hecho, la conclusión a la que llega el mayor Matthew Alexander [es un seudónimo], uno de los interrogadores más curtidos de Estados Unidos en Irak, quien obtuvo “la información con la cual las fuerzas armadas pudieron localizar a Abu Musab al Zarqawi, jefe de Al Qaeda en Irak”, según informó Patrick Cockburn, corresponsal de The Independent en Irak. Alexander no siente más que desprecio por los crueles métodos de interrogación del gobierno de Bush: según cree, el uso de la tortura por Estados Unidos no sólo no obtiene información útil, sino “ha resultado tan contraproducente, que podría haber conducido a la muerte de tantos soldados estadunidenses como víctimas civiles causó el 11/S”. A partir de cientos de interrogatorios, Alexander descubrió que combatientes extranjeros llegaron a Irak en reacción a los abusos en Guantánamo y Abu Ghraib, y que ellos y sus aliados domésticos recurrieron a los ataques suicidas y otros actos terroristas por las mismas razones.
También hay creciente evidencia de que los métodos de tortura que estimularon Dick Cheney y Donald Rumsfeld crearon terroristas. Un estudio de caso cuidadosamente estudiado es el de Abdallah al Ajmi, encerrado en Guantánamo bajo el cargo de “participar en dos o tres combates con la Alianza del Norte”. Terminó en Afganistán después de fracasar en el intento de llegar a Chechenia para combatir a los rusos. Luego de cuatro años de tratamiento brutal en Guantánamo, se le devolvió a Kuwait. Más tarde logró llegar a Irak y, en marzo de 2008, se lanzó en un camión cargado de bombas contra un complejo militar iraquí, acción en la que perecieron él y 13 soldados: fue “el acto de violencia más malvado cometido por un antiguo detenido en Guantánamo”, según el Washington Post y, según su abogado, el resultado directo de su encarcelamiento abusivo. Tanto como esperaría una persona razonable.
Nada excepcionales
Otro socorrido pretexto para torturar es el contexto: la “guerra al terror” que Bush declaró después del 11/S. Un crimen que dejó “obsoleto” el derecho internacional tradicional, según dijo a Bush su consejero legal, Alberto Gonzales, más tarde nombrado procurador general. Esta doctrina ha sido reiterada en una forma u otra en comentarios y análisis.
Sin duda, el ataque del 11/S fue único en muchos aspectos. Uno es el lugar hacia donde apuntaban las armas: típicamente lo hacen en dirección opuesta. De hecho, fue el primer ataque de importancia en territorio de Estados Unidos desde que los británicos incendiaron Washington, en 1814.
Otro rasgo singular fue la escala del terror perpetrado por un actor no estatal. Horripilante como fue, pudo haber sido peor. Supongamos que los perpetradores hubieran atacado la Casa Blanca, dado muerte al presidente e impuesto una despiadada dictadura militar que hubiera asesinado a entre 50 mil y 100 mil personas y torturado a 700 mil, organizado un enorme centro terrorista internacional que cometiera asesinatos y ayudara a imponer dictaduras militares comparables en otros lugares, y aplicado doctrinas que desmantelaran la economía en forma tan radical, que el Estado hubiera tenido que tomarla virtualmente a su cargo unos años después.
Eso habría sido sin duda mucho peor que el 11 de septiembre de 2001. Y ocurrió en Chile, en tiempos de Salvador Allende, en lo que los latinoamericanos llaman a menudo “el primer 11/S”, en 1973. (Los números de arriba se cambiaron por sus equivalentes per cápita en Estados Unidos, forma realista de medir crímenes.) La responsabilidad del golpe militar contra Allende se puede rastrear directamente hasta Washington. Como es de suponerse, esta analogía, por lo demás muy apropiada, no está en la conciencia pública aquí en Estados Unidos, y los hechos se adscriben a ese “abuso de la realidad” que los ingenuos llaman “historia”.
También se debe recordar que Bush no declaró la “guerra al terror”, sino la redeclaró. Veinte años antes, el gobierno de Reagan asumió el cargo declarando que un aspecto central de su política exterior sería una guerra al terror, “la peste de la era moderna” y “un retorno a la barbarie en nuestro tiempo”, por ilustrar la febril retórica de la época.
Esa primera guerra de Estados Unidos contra el terror también ha sido borrada de la conciencia histórica, porque su resultado no se puede incorporar con facilidad en el canon: cientos de miles asesinados en los países arruinados de Centroamérica y muchos más en otras partes, entre ellos alrededor de un millón 500 mil muertos en las guerras terroristas patrocinadas en naciones vecinas de la aliada favorita de Reagan, la Sudáfrica del apartheid, la cual tenía que defenderse del Congreso Nacional Africano (CNA) de Nelson Mandela, uno de los “más notorios grupos terroristas” del mundo, según determinó Washington en 1988. En estricta justicia, debe añadirse que, 20 años después, el Congreso votó en favor de retirar al CNA de la lista de organizaciones terroristas, para que Mandela pudiese por fin entrar en Estados Unidos sin necesidad de un salvoconducto gubernamental.
La doctrina imperante en el país es llamada a veces “excepcionalismo estadunidense”. No es nada de eso: más bien parece estar cerca de un hábito universal de las potencias imperiales. Francia ensalzaba su “misión civilizadora” en sus colonias, mientras su ministro de Guerra llamaba al “exterminio de la población indígena” de Argelia. La nobleza británica era una “novedad en el mundo”, declaró John Stuart Mill, a la vez que instaba a esa potencia angélica a no retrasar más la completa liberación de India.
De manera similar, no hay razón para dudar de la sinceridad de los militaristas japoneses de la década de 1930, quienes llevaban un “paraíso en la Tierra” a China bajo la benigna tutela japonesa, mientras arrasaban Nanking y emprendían campañas en el norte rural chino bajo el lema “quema todo, saquea todo, mata todo”. La historia está repleta de similares episodios gloriosos.
Sin embargo, mientras esas tesis “excepcionalistas” permanezcan firmemente arraigadas, las ocasionales revelaciones del “abuso de la historia” a menudo resultan contraproducentes y sólo sirven para borrar crímenes terribles. La masacre de My Lai fue una mera nota al pie en las gigantescas atrocidades de los programas de pacificación posteriores al Tet, que se han pasado por alto mientras la indignación en Estados Unidos se enfoca en un solo crimen.
Watergate fue criminal sin duda, pero el furor al respecto desplazó crímenes incomparablemente peores dentro y fuera del país, entre ellos el asesinato, organizado por la FBI, del organizador negro Fred Hampton, como parte de la infame represión desatada por el Programa de Contrainteligencia (Cointelpro), o el bombardeo de Cambodia, por mencionar sólo dos ejemplos monumentales. La tortura es malvada de por sí, pero la invasión de Irak fue un crimen mucho peor. Por lo común, las atrocidades selectivas tienen esta función. La amnesia histórica es un fenómeno peligroso, no sólo porque socava la integridad moral e intelectual, sino también porque echa los cimientos para crímenes por venir.